Amanecía otra fría mañana sobre Nueva
York. A lo largo de la Quinta Avenida se despertaba la ciudad que nunca duerme.
Frente a sus altos rascacielos, los inconfundibles taxis amarillos y los hombres
de negocios, se imponía el extenso y enigmático Central Park. El canto de los
pájaros, gente practicando footing, personas inmóviles creando estatuas
vivientes, familias jugando en el césped, caricaturistas pintando en sus
caballetes y algunos indigentes se encontraban en el heterogéneo Central Park
con la llegada de los primeros rayos de sol y del calor de la mañana. Bajo uno
de los montículos de cartón y cosas variadas se encontraban George y Mike.
Abuelo y nieto que habían convertido, por necesidad, Central Park en su hogar.
Ambos de aspecto desaliñado, rodeados de objetos y alguna que otra manta para
sobrevivir del frío, pasaban su vida.
Mike se
encontraba despierto y miraba de un lado hacia otro sin saber qué hacer. Para
él todas las mañanas eran iguales. Veía a grupos de niños divertirse jugando con
el balón, con sus padres estrenando juguetes nuevos cada día y rompiendo cosas
sin valorarlas.
-Abuelo, no
se qué hacer -comentaba Mike-. Cómo me gustaría tener algo de lo que ellos
tienen -decía mientras observaba a los niños.
-Hijo, no
todo en esta vida se puede tener -se resignaba a decir George a su nieto-. Esos
niños se cansarán al día siguiente de sus juguetes y volverán a querer otra
cosa. Nunca están contentos con nada -Mike no estaba muy conforme-. No hay
mejor juguete y distracción que esto -dijo George señalándose la frente con su
dedo índice.
-¿Y qué
quieres que haga con la cabeza? ¿Pegarle cabezazos a los árboles? -preguntaba
Mike irónicamente mientras se reía.
-No hijo -acariciaba
George la cabeza de su nieto-. Tienes que mirar en el interior, todo lo que
necesitas está ahí, en tu imaginación. Sólo tienes que hacer que despierte y
descubrirás que puedes conseguir embarcarte en infinitas aventuras -se agachó
con dificultad para ponerse a la altura de los ojos de su nieto.
-¿Cómo
puedo hacer para despertarla? -preguntaba inocentemente Mike.
-Cierra los
ojos y deséalo con todas tus fuerzas -Mike cerró sus ojos con mucha fuerza y
los abrió-. ¿Ha cambiado algo a tu alrededor?
-No, sigo
viendo lo mismo que cuando los cerré -contestaba Mike.
-Eso es que
no lo has hecho bien. Cierra los ojos, concéntrate, guíate por mi voz y ábrelos
cuando yo te diga -Mike cerró los ojos y George se puso de pie-. ¿No sientes la
brisa del mar? -preguntó George mientras soplaba a Mike a la oreja provocándole
una sonrisa-. La arena de esta isla me hace imposible andar con la pata de palo
-George cogió su bastón, se puso una chaqueta con la que se tapaba de noche y
se metió una cajita en un bolsillo-. ¡Grumete! ¿No va siendo hora de buscar ese
tesoro? ¡Despierta y abre los ojos ante tu capitán!
Mike abrió
los ojos dejando libre su imaginación. Frente a él un curtido capitán pirata se
encontraba. El bastón de George se había convertido en su pata de palo, la
chaqueta le daba un aspecto aventurero propio de un pirata y el poco pelo de
punta del abuelo en un indiscutible sombrero pirata. Central Park se había transformado
en una auténtica isla desierta, los árboles en altas palmeras, el lago en una
inmensa playa y la vegetación en una frondosa selva.
-¡Grumete! ¿No
va siendo hora de buscar ese tesoro? –volvió a preguntar el capitán George.
-A la orden
mi capitán -Mike se miró de arriba a abajo, su ropa desgarbada parecía la del polizón
de un barco-. ¿Dónde se encuentra el mapa mi capitán? ¿Por dónde hay que
empezar a buscar? -preguntaba emocionado.
George se
dio la vuelta y cogió una de las botellas que tenían al lado de donde dormían. Metió
un papel dentro y se giró hacia su nieto.
-¡Aquí está
pequeño grumete! -dijo el capitán George cuando sacó el papel arrugado de la
botella-. Sólo el capitán puede saber cómo descifrar este difícil mapa -contaba
mientras sostenía en la mano el mapa.
Mike miró
al capitán George esperando a que le diera las órdenes precisas, mientras este
descifraba lo que aquel misterioso mapa escondía en su grabado. Partieron sin
cesar a la aventura desde el lugar donde habían dormido esa noche, que se había
convertido en un viejo bote de madera. Mike caminaba bajo la atenta mirada de
su capitán, cruzaron una densa selva en la que se había convertido una
explanada de césped y escaparon de otros piratas que había a lo largo de
aquella misteriosa isla perdida. Mientras Mike se alejaba tras una orden,
George se sacó la cajita del bolsillo y la escondió al pie de una señal. Mike
volvió corriendo.
-¡Capitán!
Mire ahí, a lo lejos -comentó Mike señalando a una pareja de policías que
cabalgaban a caballo por Central Park-. Es la Guardia Real.
-¡Oh, no!
Será mejor que no nos vean, pequeño grumete. Si nos descubren nos quitarán el
tesoro y será para la Reina -susurró el capitán George-. Bordearemos aquella cascada
–dirigió su mirada hacia una fuente que había a unos metros de ellos.
Cuidadosamente, para no ser descubiertos, se deslizaron con cautela
bordeando la maravillosa cascada, pasando desapercibidos por los Guardias
Reales que continuaron su camino vigilando la presencia de piratas. La pareja
continuó guiados por el mapa y la imaginación de Mike y George, hasta que
llegaron al final.
-¡Grumete!
¡Al fin hemos llegado! Tenemos que encontrar la “X” que nos dirá dónde está el
tesoro -dijo el capitán George mientras Mike movía la cabeza de un lado a otro
buscando la marca del tesoro.
Nada de lo
que veía se asemejaba a una “X”. En su cabeza el exterior se dibujaba como una
jungla, rodeado de monos saltando entre cocoteros y palmeras. Se giró a la
izquierda y a la derecha, se fijó en el suelo que pisaba y no encontraba nada.
Subió su mirada al cielo, la luz le cegaba, interpuso su mano entre él y el sol
y allí estaba, una palmera se ramificaba formando una “X”. Los ojos se le
abrieron como platos, ya tenía el lugar, sólo tenía que excavar. Corrió hacia la
base de la palmera, hundió sus manos en la tierra y la tapa de un pequeño cofre
empezó a asomar. Con delicadeza lo cogió, le quitó la arena que tenía por
encima, miró a su abuelo y la abrió. La cara de Mike se iluminó con el destello
que las monedas emitían por el reflejo del sol.
-¡Abuelo! ¡Mira! ¡Un dólar! -enseñaba Mike con
entusiasmo a su abuelo dos monedas de cincuenta centavos que había cogido de la
caja. Todo había vuelto a la normalidad.
-Has
encontrado el tesoro -sonreía George bajo la imaginada cruz, una señal que
indicaba las direcciones de las calles mediante flechas.
Volvieron
al lugar donde habían pasado la noche y se encontraban sus pocas pertenencias.
Mike saltaba sin parar de observar las monedas que había encontrado, era un
pequeño gran tesoro para él. Mike se guardó las monedas en el bolsillo y cogió
una rama que había en el suelo. La movía sin cesar, cortando el aire como si empuñara
una espada.
-Abuelo,
vamos a intentarlo de nuevo -pedía Mike, la experiencia le había parecido poca.
-¿Ahora qué te gustaría ser? -preguntaba George
que se apoyaba en su bastón.
-Un
intrépido caballero -comunicaba Mike moviendo la rama sin cesar.
Mike se
puso frente a su abuelo, en su mano derecha agarraba la rama, cerró los ojos
sin que George le dijera nada y se preparó a escucharlo. George sonrió y lo
miró con entusiasmo.
-Altos
torreones se alzan en este castillo, durante largo tiempo lo has buscado, aquí
se halla tu destino -recitaba George como un juglar, mientras se abrochaba la
chaqueta-. Valeroso caballero, forjado en mil y una batallas ¿no rescatarás a
tu amada? -Puso un gorro de lana en la cabeza de Mike-. Armadura oro y plata,
diestra espada afilada ¿conseguirás vencer al brujo que te habla? -Se apartó de
Mike-. Venga, despierta y completa tu gesta.
Un fuego intenso ardía en los ojos del caballero Mike. Ante él su mayor
enemigo, el gran brujo George, que había raptado a su princesa. Tras un largo
camino, sólo el castillo de Central Park y lo que este escondiera serían su
último desafío. Engalanado con su armadura, su yelmo y su espada, conseguiría
derrotar a todo aquel que se interpusiera en su camino.
George comenzó a huir escapando de la espada afilada de Mike y de su
desafiante mirada. Los muros del imaginario castillo hacían de Central Park un
laberinto de murallas de piedra. George lanzaba conjuros con su bastón, el
caballero los esquivaba con maestría. Una manada de perros apareció por una de
las amplias explanadas de césped. Ante Mike unos fieros dragones intentaban interponerse
en su camino, pero con el blandir de su espada huyeron despavoridos.
Continuaron enfrentándose en una interminable lucha. Peleaban por la
supremacía del uno sobre el otro. Llegaron hasta un cruce de senderos, donde montada
sobre un pedestal, una muchacha disfrazada hacía de estatua viviente. Vestida
como una diosa con ropas color oro y un maquillaje dorado, se mantenía rígida
mostrando su divinidad. Agradecía con una dulce alabanza a los paseantes que
premiaban su interpretación y su trabajo.
George tropezó y cayó al suelo. Mike
desarmó al brujo y alejó su bastón fuera
de su alcance para que no pudiera agarrarlo.
-¡Clemencia por favor! -pedía el brujo
indefenso-. Ten piedad de un pobre anciano.
-¿Dónde tienes a la princesa? -preguntaba el aguerrido
caballero, manteniendo al brujo entre la punta de su espada y el suelo.
-Allí está, ahí la tienes -señaló George a
la princesa que se encontraba bajo su embrujo. Mike la vio petrificada en lo
alto de un pedestal y salió corriendo hacia ella.
-¡Princesa! -Gritaba Mike frente a ella-.
¡Despierta, ya estás a salvo! -No había respuesta-. Todo se ha acabado -unas
lágrimas empezaron a brotar de los ojos del caballero ante la impotencia de
poder desencantar a su princesa.
-Tal vez
puedas eliminar el conjuro -le susurró George a Mike. Este se dio la vuelta
buscando una solución-. Mira a tu alrededor y observa en tu interior -aconsejó.
Mike contemplaba
a su princesa, quieta, inmóvil, queriéndole decir algo sin poder deshacerse del
embrujo que la ataba. A los pies del pedestal un pequeño cuenco se hallaba.
Cerró los ojos y empezó a explorarse a sí mismo. ¿Qué tenía él? Tenía una
espada, un yelmo, una armadura y, registrando en su bolsillo, dos monedas de un
tesoro. Las cogió y las metió en el cuenco.
Como una diosa cayendo de los cielos, la princesa se curvó desde su
pedestal.
-Muchas
gracias mi valiente caballero -le murmuró y besó la mejilla de Mike, dejándole
una marca dorada y regresando a su postura original. Mike, sin parar de sonreír,
continuaba mirando a su princesa embelesado por su belleza.
-¿No va
siendo hora de volver Mike? -preguntó George.
-Sí, ¿pero
volveremos algún día? -agarró Mike la mano de su abuelo.
-Siempre
que lo desees –contestó George y empezaron a andar hacia su próxima aventura,
esta vez en la vida real.
¡Vaya Antonio! No sabía que se te diera tan bien escribir. Me hago seguidora.
ResponderEliminarOye, me ha encantado tu relato, de verdad. Es una idea muy original, y es muy bonita la forma en que mezclas la realidad con ese mundo fantástico que imaginan, resulta muy...encantador. Tierno
Se merece con creces esa mención del jurado.